el sonido de tu voz

Reflexiones sobre discapacidad

A lo largo de los últimos días, como antesala a la jornada feminista del 8 de Marzo, he leído con la alegría de quien se siente acompañada varios textos que llaman la atención con respecto a la relación interseccional existente entre las luchas históricas de las mujeres y las de los derechos de las personas con discapacidad. Puedo resaltar reflexiones como las de Anita Botwin, Elena Prous o el manifiesto de las Mujeres del Movimiento de Vida Independiente desde España, junto a mujeres con diversidad funcional, sensorial, cognitiva y mental, madres de hijas e hijos con diversidad funcional y feministas desde la diversidad funcional.  Sus voces se unen también al trabajo constante de agrupaciones como la Colectiva Polimorfas en Colombia, el Movimiento de Sordas Feministas en Argentina y otras tantas a lo largo del continente, para convocar a una huelga llena de matices. El llamado de estos colectivos activistas es claro: “realizar una reflexión desde las filas feministas para saber si estamos integrando a las mujeres con diversidad funcional y sus propias realidades” (Anita Botwin).

Las demandas de estos activismos son por lo menos lógicas, sobre todo cuando las pocas estadísticas con las que se puede contar arrojan datos de una realidad alarmante: al menos una de cada tres mujeres en condición de discapacidad es víctima de violencia sexual y machista. Esa situación se agrava debido a la precarización laboral que las obliga a permanecer en espacios de encierro en donde se perpetra la mayor parte de ataques y abusos por parte de familiares y cuidadores. Debido a las políticas públicas que en varios países obligan a las empresas a contratar una cuota de trabajadorxs con discapacidad, muchxs de ellxs, especialmente mujeres, son puestas en nómina pero no las obligan a asistir a sus lugares de trabajo. Estos casos resuenan como murmullos que no llegan a estallar en datos reales que a los gobiernos no les interesa ni publicar ni analizar.

La situación de precarización laboral se extiende también a las mujeres cuidadoras de hijas e hijos con discapacidad. En España empieza a hablarse de la figura de la Asistencia Personal, para reconocer el trabajo de muchas mujeres que, como yo, debemos cuidar de nuestros hijxs diversxs, lo cual redunda en la afectación de nuestra vida laboral. En Ecuador, las leyes se han establecido para que las mujeres cuidadoras de personas con discapacidad que reciben el bono Joaquín Gallegos Lara no puedan hacer otra actividad distinta a la del cuidado ni aspirar a mejorar sus ingresos pues, de lo contrario, pondrían en riesgo el bono recibido. Las que vivimos en medio de ciertos privilegios y no recibimos el bono, sin embargo, no tenemos una mejor situación: nuestras oportunidades laborales se ven siempre condicionadas por un trabajo de cuidado que dispone de nuestro tiempo de forma indistinta, un trabajo que no se reconoce como tal. Un trabajo que en muchos casos se perpetuará de por vida y que los imaginarios sociales perciben como labor connatural a nuestra maternidad: una maternidad que se concibe erróneamente como admirable, doliente y sacrificada.

Por todo esto, añoramos un activismo reflexivo en Ecuador. Los temas que apuntan a esta interseccionalidad entre feminismos y discapacidad no pueden seguir siendo ajenos, y algunas los hemos tratado ya en ciertos espacios más bien cercanos a la academia. Hace algunos años, gracias a los esfuerzos de diálogo interseccional llevados a cabo por Cristina Burneo Salazar, logramos incluir el tema de la discapacidad en la agenda de la Plataforma Nacional de Mujeres y hemos procurado llamar la atención sobre la necesidad ineludible de considerar con seriedad y profundidad el tema de la discapacidad en las discusiones con respecto a la despenalización del aborto. La misma Cristina me ha comentado también sobre un grupo de madres de hijxs con discapacidad que trabaja colaborativamente en la zona de Cayambe. Sin embargo, aún no hay un activismo resonante desde las mismas mujeres diversas que tome la batuta de estas y otras discusiones.

Quiero llamar la atención al respecto porque algo debe quedar bien claro: la idea de que Ecuador es un modelo en la defensa de los derechos de las personas con discapacidad está tan acríticamente asumida que la gran mayoría de personas no pone en duda que esos derechos se cumplan, peor aún los derechos de las mujeres con discapacidad y sus cuidadoras. Esa idea paradisíaca nos ha hecho mucho daño. Ahora mismo está vigente un reglamento sobre los derechos sexuales y reproductivos de las personas con discapacidad que nadie discute. El gobierno parece tener todos estos aspectos bajo control, a espaldas de lxs propixs interesadxs.

Es necesario decirlo sin tapujos: el supuesto paraíso para las personas con discapacidad, usado por Correa como discurso de campaña a lo largo de una década y sostenido aún hoy por el entonces vicepresidente y actual presidente Lenin Moreno, ha amortiguado a las personas con discapacidad y sus familias hasta tal punto de que en Ecuador ni siquiera se discuten leyes que ya han sido aprobadas en países tan cercanos como Perú y Colombia, gracias al trabajo de las organizaciones civiles. El gobierno ha logrado que la idea de la discapacidad siga atada a una labor social de tipo asistencialista, enmarcada en nociones de ternura, valentía y caridad que prefiguran una zona de confort para las organizaciones de padres y madres y, peor aún, para muchas personas con discapacidad. Discutir en grandes congresos y encuentros los temas sobre inclusión y accesibilidad se ha transformado en el método para tranquilizar muchas conciencias. Las violencias en contra de los cuerpos diversos siguen sucediendo de manera escandalosa, así como los abusos laborales, ante la complicidad de un sistema aún patologizador.

Pero tenemos rampas… y algunas dan al mar.

Hace un par de años traté de convocar a algunas mujeres con discapacidad y cuidadoras a la marcha en contra de la violencia de género. Estuvimos pocas, muy pocas, y la organización por bloques preestablecida nos aisló aún más. En todo caso, seguiremos luchando por ser visibles. Aspiro que así sea y que nuestros cuerpos incómodos, tan incómodos como nuestras demandas, se colen por todas partes, contaminando todos los bloques constituidos. Si la discapacidad es anomalía y trastorno, que trastornemos y rompamos con el presunto equilibrio de cualquier huelga. Elena Prous lo dice mucho mejor:

“Enemigos de la diversidad, de lo que os desagrada mirar, hijos de la eterna salud y la belleza normativa al más puro estilo saludable y sin olores: temblad, porque un montón de diversas combativas, subnormales en lucha y discapacitadas desobedientes estamos entre vosotros, gestando la revolución en nuestras conexiones neuronales, en nuestros sueños húmedos y en realidades cárnicas entre nuestras sábanas mientras damos las gracias con eternas sonrisas. Abre tus ojos, afina tus oídos o palpa nuestra piel, este 8 de marzo también estamos”.

Que sea de a poco. Haremos camino al rodar. (ksm)

Leo en redes sociales que en estas latitudes ya hay gente que empieza a hacerse eco del reclamo de ciertos grupos de madres y padres españoles, que defienden la educación especial y le exigen al estado español no reducir el presupuesto destinado a ese tipo de instituciones. La mayoría de argumentos que acompañan este reclamo se apoyan en un supuesto daño emocional hacia esos padres y madres, que no aceptan el “modelo” de la inclusión porque lo encuentran ineficiente e insuficiente para “tratar” las circunstancias particulares de sus hijas e hijos.

Algunas observaciones: el estado español lo hace porque debe cumplir su compromiso de educar en igualdad de condiciones, compromiso asumido como país firmante del Convenio de Naciones Unidas por los Derechos de las Personas con Discapacidad. La educación especial es un modelo educativo de segregación. La inclusión, en cambio, no es ningún modelo de nada. La inclusión es un proceso de restauración de derechos. Por lo tanto, es un proceso histórico. Y en tanto proceso, no trata de ser ni eficiente ni suficiente: trata de ser justo. Eso implica un esfuerzo enorme que apunta a que aprendamos a estar juntas, juntos y a educar desde y para las diferencias.

Si a quienes defienden el modelo de educación especial les duele que digamos que se trata de segregación, pues ni modo: que madres y padres queramos lo mejor para nuestras hijas e hijos no significa que siempre eso que creemos mejor sea lo correcto. Si les duele, ni modo.

A nosotras, en cambio, nos duele que relativicen nuestra lucha. Todo argumento en favor de un modelo de segregación redunda en el no reconocimiento de los derechos de niñas, niños y adolescentes con discapacidad. Redunda en un retroceso que, a estas alturas, sería absurdo consentir, como ya está sucediendo en el Brasil de Bolsonaro, lamentablemente. El oscurantismo de estos tiempos penetra por todo resquicio. Pero no retrocederemos.

El lema de las madres que defendemos y que hemos luchado sin descanso por la inclusión es: “Incluirte no es mi opción, es tu derecho”.

Nadie dijo que hacer lo correcto es fácil. Por eso, el debate debe elevarse a argumentos que no manipulen a nadie emocionalmente.

Hoy es el día de la mujer. Podría ser también el día de la madre. En el uno, las mujeres hemos logrado que las flores regaladas sean cada vez menos frecuentes, procurándonos un día de protesta. En el segundo, nos regresarán las flores, nos devolverán el cielo al que, tal vez, no queremos pertenecer.

Aún no sé si podré salir hoy a la calle porque soy parte del grupo de mujeres que se dedica al cuidado de otros, de mis hijos, especialmente de uno que tiene discapacidad. Generalmente, mujeres como yo carecen de reemplazo o quienes las reemplazan son otras mujeres que también querrán parar, querrán gritar. La complejidad de esta cadena de cuidados nos coloca en una situación curiosa: cargamos con siglos de estigmatización, etiquetadas como las enfermeras, las cocineras, las profesoras, las gestoras, las costureras, etc. que proveen servicios a otros, de modo sacrificado, sin esperar nada a cambio. Excepto flores. Y ese es el cielo al que debemos aspirar. Los demás piensan que esos trabajos nos dignifican o incluso nos santifican, en tanto nos permiten cumplir una misión celestial, por la que deberíamos sentirnos bendecidas y ser gratas.

Pero lo que desconocen es que en el cuidado hacia los otros está nuestra resistencia a esas mismas etiquetas: también decidimos cuidar de los hijos e hijas porque en cada sanación, en cada alimento, en cada canción, en cada tarea hacemos de ellas y de ellos seres humanos nuevos, solidarios, libres, feministas. En un mundo como el que nos ha tocado vivir, no concibo para mí una maternidad que no sea política, en el sentido en el que asumo la responsabilidad del tipo de personas que saldrán en unos años de la casa que compartimos para vivir ese mundo y cuestionarlo. Criar seres humanos críticos, libres y nunca conformes es mi consigna. Yo no sobreprotejo ni alimento pequeños egos para que salgan en el futuro a competir como fieras y a tratar de ser los primeros, a costa de todo y de todos. Yo abrazo y empollo curiosidades que espero que más tarde tengan la capacidad de alzar la voz e indignarse, libertades que puedan caminar solidarias por caminos que aún no se recorren.

A veces, tengo la sensación de que si yo no estoy, el quiosco se derrumba. A veces es demasiado. A veces –ahora lo sé– el quiosco se derrumba. Pero cuando cuidas a otros como un modo de resistencia, pronto los otros empiezan también a proveer sus cuidados, a sostener la vida junto a ti. La semana pasada, el Juli sufrió una caída aparatosa. No suele ser fácil lidiar con sus accidentes, porque en su situación de discapacidad, no puedo evitar percibirlo más vulnerable. Cuando lo vi en el suelo, sangrando nariz y boca, estuve a punto de desfallecer y sentí soledad. Pero mientras lavaba su rostro tratando de percatarme de la gravedad del golpe, un Tomás asustado se puso manos a la obra: sacó hielo del congelador, lo puso en una bolsa plástica y me lo dio para colocarlo en la boca de su hermano. Tomó el teléfono y llamó a su abuela para que nos ayudara. Luego, buscó toallitas húmedas y se encargó él, sin preguntar y sin esperar que nadie más lo hiciera, de limpiar la sangre del rostro y de las manos del Julián. Me sentí conmovida. Más tarde lloró confesándome el miedo que le da pensar que algo malo le pueda pasar al Juli. Y sin embargo, un día después, se molestó conmigo porque no dejé que Julián se cambiara de ropa solo, y me dijo «mami, ¿no crees que ya es hora de que dejes de pensar que es imposible. No es imposible, él sí puede. Deja que lo haga solo, confía en él».

Ayer, en cambio, Tomás lloró porque le reclamé el no haberme avisado que jugaría con su tablet, una regla definitiva en nuestra casa. Mientras lloraba sintiéndose culpable, Julián se acercó a él y le preguntó qué sucedía. Sin esperar respuesta, fue por una servilleta y limpió sus lágrimas. Tomás sujetó su mano y la besó.

Desde esta, nuestra trinchera, nosotros resistimos. Nos hacemos sensibles ante la presencia del otro, ante sus circunstancias. Nos negamos a seguir la dinámica egoísta del mundo que negocia con las flores para regalarlas como premio de consuelo. Estamos en paro constante. Cuidarnos es nuestro mayor grito de protesta.

Julián. Tomás. Los hijos y las hijas de mis amigas. Ellos ya no regalarán flores. Ellos serán las flores. (ksm)

Que un periodista use, ya en la segunda década del siglo XXI, términos como «minusválido» o «disminuido» para referirse a una persona en situación de discapacidad, indigna pero no sorprende: la labor del activismo que por años reclama el cumplimiento de los derechos de las personas con discapacidad continúa chocando una y otra vez con esta porfía que se confunde con ignorancia, y parece estar condenada a su descarada reiteración. En su edición del 21 de febrero de 2017, el programa de entrevistas Castigo divino, que se transmite por internet y es conducido por el también periodista Luis Eduardo Vivanco, tuvo como invitados a la periodista Janet Hinostroza y al ex-periodista Jorge Ortiz. La conductora del noticiero de Teleamazonas usó uno de esos términos para referirse al candidato presidencial del oficialismo, Lenín Moreno, quien desde hace algunos años y debido a un accidente es usuario de silla de ruedas. Cuando Vivanco le preguntó a Hinostroza cómo había percibido al candidato durante una entrevista realizada en su programa, también le inquirió sobre su condescendencia con respecto a Moreno. Sí, la palabra es condescendencia. No la usó Vivanco pero la uso yo, porque ser condescendiente, como lo han sido Hinostroza y otros reconocidos periodistas ecuatorianos, tiene serias implicaciones: sugiere el peligro de acomodarse por bondad o lástima a la voluntad de una persona a la que se le confiere una imagen de debilidad. Veamos: cuando Vivanco le hace esta observación a la periodista de Teleamazonas, ella le responde: «Yo tengo un concepto y es que se trata, y con todo respeto, de una persona minusválida, y aunque no lo creas -ponte en la mente del ecuatoriano- acabas con el minusválido y te odian a ti, la gente dice ‘pobrecito'». Luego Vivanco recurre a ejemplificar esta situación por medio de una analogía bastante desubicada que redunda también en este trato equívoco, tras lo cual Hinostroza asegura que todo lo que se diga sobre Lenín Moreno puede ser malinterpretado, por lo que se requiere ser «sagaz, audaz», afirma ella. Pocos minutos después, Jorge Ortiz, cuya presencia junto a Hinostroza como el periodista en servicio pasivo es poco más que incómoda, retoma las impresiones con respecto a la situación de discapacidad de Moreno y se refiere a él como una persona «disminuida». Nada más y nada menos.

A estas alturas, luego de haber vivido una de las jornadas electorales más tensas y fraudulentas de la historia democrática ecuatoriana, y cuando se espera una no menos compleja segunda vuelta, señalar estos desatinos periodísticos puede parecer inoportuno, innecesario e incluso contraproducente. Sin embargo, una pregunta debe impulsarnos a reflexionar: ¿qué sucedería si Lenín Moreno ganara las elecciones?, ¿tendríamos un presidente al que habría que tratar con pinzas por ser «una persona minusválida»? Y si no sucediera, ¿nos espera entonces un mes de campaña política en la que uno de los dos candidatos será tratado de manera diferenciada debido a su discapacidad? Pienso que debemos desmenuzar esta situación. Existen dos circunstancias que es necesario comprender por separado. Por un lado, está el hecho de continuar usando términos como «minusválido», «inválido» o «disminuido». Ahora bien: no se trata de abogar por la imposición del término políticamente correcto. Se trata de entender que las palabras dan forma a realidades. Pero además, una vez que este debate alrededor del mundo ya ha dado lugar a consensos sobre el uso de ciertos términos más adecuados para referirse a determinadas situaciones, los que menos pueden desconocer dichos consensos son los comunicadores sociales cuya imagen y voz les representa una dosis de poder ante millones de personas. Que Hinostroza, Vivanco, Ortiz y todos los demás desconozcan ese poder que ejercen es improbable. Lo que parece, sin embargo, es que ese poder se somete tan poco a estándares de calidad de información y de seriedad de argumentos, que termina por quedarse dormido sobre los cómodos laureles del privilegio que ellos ostentan sobre el resto de ciudadanos. Estos periodistas pecan, y es necesario decirlo en voz alta, de una ignorancia imperdonable en lo que respecta al estado de la discusión sobre políticas sociales, derechos humanos y diversidad. Sobra decir que su obligación es mantenerse informados constantemente con respecto a estas discusiones y, mínimamente, con respecto a los términos consensuados para referirse a ciertos individuos. Se trata de un deber que se circunscribe a la ética profesional y también a la ética ciudadana.

Pero el asunto del léxico es mucho más complicado y, en este caso, además de la irresponsable ignorancia de los periodistas, apunta también en otra dirección: que los comunicadores sociales más mediatizados de un país que se jacta de ser un ejemplo en políticas sociales y cumplimiento de derechos de la población con discapacidad aún no sepan los términos que deben utilizar después de diez años de correísmo, es el reflejo más claro del fracaso de la llamada revolución ciudadana en términos de discapacidad. Muchos de los trabajadores públicos que tienen algún tipo de función relacionada con asuntos sobre discapacidad, especialmente en ministerios como el de salud, el de educación o el de inclusión social, se jactan del dominio de un vocabulario ya caduco. No obstante, lo usan, lo escriben, lo divulgan por donde quiera que van, con orgulloso desparpajo: el activismo internacional en torno a la discapacidad ya no usa ni admite términos que aquí se siguen usando, como «persona con capacidades especiales» o «con necesidades especiales». Hoy en día, el término «discapacitado» está también en discusión, porque la persona debe ir antes que cualquier etiqueta. Lo correcto hoy por hoy es decir «persona con discapacidad» o «en situación de discapacidad», aunque se gaste más saliva, toda vez que la discapacidad se reconoce como un complejo constructo social, cultural y económico que limita el acceso en igualdad de condiciones de individuos con ciertas características de diversidad biológica, física, sensorial, mental o cognitiva. Ese es el concepto de discapacidad desde una visión de derechos, a partir de lo que se conoce hoy como «modelo social de la discapacidad», reconocido y usado por la Convención de Naciones Unidas por los Derechos de las Personas con Discapacidad. Lenín Moreno debe estar al tanto, suponemos, de ese concepto que representa un cambio de paradigma. Si en otros países de la región los medios de comunicación ya se cuidan al usar estos términos y no los otros, que no suceda en Ecuador no es más que la prueba de una política estatal vacía e ineficiente en lo que respecta a promoción de derechos y demuestra que la discapacidad ha sido usada para los propósitos más descarados, más aún en época de elecciones.

Ahora bien, ¿hay otro motivo por el que Lenín Moreno haya sido designado como candidato del oficialismo que no sea el de su relación con la discapacidad? Desde su circunstancia personal, hasta su carismática imagen atada a la Misión Manuela Espejo y al bono Joaquín Gallegos Lara, pasando por su rol en Naciones Unidas, lo que el aparato correísta ha construido es la imagen de un individuo que personifica los imaginarios más tradicionales y estigmatizantes en torno a la discapacidad y los utiliza para negar las posibilidades del diálogo, especialmente de las voces que disienten. Esa es la segunda circunstancia que se desprende de esta incómoda situación: en Moreno, los ciudadanos ven reflejada las nociones de caridad, ternura, lástima y condescendencia que caracterizan los modos en los que nos relacionamos usualmente con los individuos con discapacidad. Así, han logrado forjar la idea de un individuo incapaz de hacer daño, de robar, incapaz de asumir el poder de manera irresponsable. Hinostroza, Vivanco y demás, como se ve, han caído en la trampa: ya sea por esa errada concepción de respeto que dicen tenerle o por no provocar la indignación ciudadana ante «el pobre minusválido», lo que estos periodistas hacen es bailar al ritmo que la revolución ciudadana toca en cuestiones de discapacidad desde hace diez años. Un ritmo que embelesa y engaña, porque no le conviene que se sepa cuál es el estado de la discusión en torno a la discapacidad. No le conviene, por ejemplo, que se sepa que la Convención de Naciones Unidas reprueba el uso indiscriminado de la imagen de las personas con discapacidad, que perpetúa concepciones equivocadas de lástima y caridad; no le conviene que el mismo acuerdo internacional, que ya tiene diez años de vigencia, reproche las prácticas asistencialistas que este gobierno ha llevado a cabo y que se sepa que el Comité hizo en 2015 observaciones al estado ecuatoriano con respecto a estas y otras prácticas, observaciones sobre las que Ecuador deberá presentar un informe el próximo año; no le conviene, por ejemplo, que se entienda que la calificación porcentual de las discapacidades es un acto que atenta contra los derechos de esta población, que extiende la idea de la discapacidad como enfermedad y discrimina a seres humanos según lo que ahora se conoce como «capacitismo», es decir, las prácticas discriminatorias debido a las cualidades funcionales o a las capacidades de determinados individuos.

Promover este cambio de paradigma no es sencillo. Por momentos, parece tarea quijotesca. Sin embargo, quienes militamos en esta causa no nos cansamos, no podemos hacerlo, a pesar de ver pasar ante nuestros ojos las prácticas más humillantes. Quienes vivimos la discapacidad tratamos de no desfallecer a pesar de todo. Por eso, exigimos que los medios de comunicación y, sobre todo, sus figuras más renombradas, busquen información al respecto y actualicen lo que saben en torno a la discapacidad. Exigimos también que el otro candidato presidencial, Guillermo Lasso, se asesore mejor: su desconocimiento no solamente es notorio sino además, grave. En un contexto político como el ecuatoriano es lo mínimo que pueden hacer: si lo que quieren es mostrar respeto por ambos candidatos, deben exigirles a los dos respuestas que estén a la altura de su posible cargo. Tratar al uno de manera condescendiente es discriminarlo, es la peor manera de faltarle al respeto. Pero, al mismo tiempo, es la mejor manera de jugar el juego que el correísmo ha creado en su propio beneficio. De otro modo, si Moreno logra finalmente la presidencia, estaremos desprotegidos, pues los medios de comunicación serán los primeros en morderse la lengua ante los actos de corrupción que todos sabemos que han cometido. Si le tenemos lástima a Moreno, ¿cómo le vamos a pedir que rinda cuentas? (ksm)

«Mamá, mamá, mamá» repite el Juli, insistente, convocando mi atención. Cuando le respondo, es casi seguro que no me dirá nada, que me regalará una sonrisa o repetirá el parlamento de alguna película o la estrofa de alguna canción, esperando encontrar en mí la empatía que respalde su ocurrencia. «Mamá, mamá, mamá», parece ser un mantra que al Juli le da la certeza de tenerme de su lado, de saberme cómplice de su habla, de su estar en el mundo.

Durante los últimos años, mi relación con el Julián ha cambiado de modo paulatino. Luego de la conmoción de los primeros años, que generalmente te lleva a convertirte en la madre desesperada que busca curas y soluciones debajo de cualquier piedra, he aprendido a tener una relación más armónica, más equitativa e incluso, más crítica con las formas de relacionarme con él que yo misma he tenido en ocasiones, olvidando que no tengo el derecho de pedirle que sea quien no es, sino la obligación de defender y festejar aquello que él es.

A veces, lo confieso, pierdo la paciencia: la insistencia de sus llamados no siempre son oportunos y yo no siempre soy capaz de adaptar mis habilidades comunicativas a sus formas tan diversas de entrar en contacto conmigo. Pero he aprendido a respirar y a encontrarle el gusto y la gracia a este diálogo del que cada día aprendo algo nuevo, especialmente a deponer todo lo aprendido y todos los prejuicios en beneficio de un contacto más humano, más real, menos teórico, menos estereotipado. ¿Cómo no aprovechar para aprender del Juli a detener el ritmo vertiginoso del día a día, para mirar en cada situación una oportunidad para cantar y para jugar, para volver a poner la cabeza y los sentidos en lo más simple, que es, finalmente, lo más importante? Por eso siempre digo que el Juli es tremendamente generoso: nos da la oportunidad de aprender cómo regresar a lo esencial, sin pedir a cambio nada más que un poco de tiempo y de atención. Como en este preciso momento en el que con ese «Mamá, mamá, mamá», se acerca a mí, me sonríe y encuentra el modo de acurrucarse por apenas unos segundos en mi hombro y compartir a mi lado un instante del día.

Tal vez por eso, porque me ha costado entender cómo comunicarme con mi hijo sin agredirlo, sin ir en contra de sus formas y de sus deseos -aunque no siempre lo logre, lo reconozco- tal vez por eso, decía, no logro no sentirme devastada y desmotivada cuando en otros espacios el Juli es subestimado. Confieso también que estos sentimientos que me acosan no hacen más que dejar en evidencia mi vulnerabilidad y, en consecuencia, mi incapacidad de manejar con frialdad y algo de indiferencia ciertos tratos hacia mi hijo que me indignan y me duelen.

Sé que no puedo pedir que todo el mundo esté dispuesto a reconocer en el contacto con el Juli y con cualquier otra persona en situación de discapacidad no solamente una oportunidad única de respeto a la diversidad, sino un privilegio, uno que tiene que ver con dejarse afectar por el otro, dejar que la presencia del otro, sus modos de hablar, sus sonidos, su apariencia, sus modos de moverse, etc. nos digan algo de lo que somos, de lo que hemos construido como «humanidad». No puedo pedir demasiado. Pero ya que mi esfuerzo se une al de tantas otras y tantos otros que, como yo, han llegado hasta aquí exigiendo el cumplimiento de unos derechos, sé que no puedo permitir que las decisiones en torno a la vida de mi hijo sean fijadas según la teoría médica, terapéutica o pedagógica de moda o de turno, dejando de lado esos derechos. Si algo he aprendido en estos años es que cuando las instituciones dan demasiadas vueltas para resolver algún problema en torno a la convivencia con personas con discapacidad, es porque no han logrado aún aclarar qué significa realmente la inclusión, que no es otra cosa que adoptar un nuevo paradigma. Ni la inclusión ni la accesibilidad son solamente políticas o programas que se implementan opcionalmente como señales de buena voluntad y que se puedan manejar al antojo. Se trata de derechos cuyo cumplimiento debe ser analizado y debatido sin dar lugar a postergaciones ni a intereses particulares, peor aún justificaciones que a estas alturas son imperdonables.

A pesar de lo vulnerable que me siento, no voy a dejar de reclamar. Muchas veces, ante estas situaciones, he querido, con todas mis fuerzas, que el Julián pueda entrar de nuevo en mi vientre, para que nada le pase, para que nada le afecte. Pero él está en el mundo, ya es del mundo: tiene que afectarse pero también afectar. Y la vida solamente puede ser algo que sucede, algo que pasa afuera, en el mundo. Y si bien ya no puedo regresarlo a mi vientre -«otra vez esta casa vacía / que es mi cuerpo / a donde ya no has de volver» decía la poeta Blanca Varela- lo que sí puedo es allanar su camino, procurar que su voz y sus ruidos retumben, constantes, en las conciencias de todos y todas, en los muros de la escuela, de los vecinos, del hospital. Lo que sí puedo es auparte, Juli, hacerme de tu causa que es la mía, porque tu voz siempre me convoca a mirarte, a detenerme, a bajar el ritmo, a acurrucarnos por unos minutos para entender lo que somos, lo que queremos ser, lo que quiero ser. (ksm)

María Cristina, la madre, no ha llorado por María José y Marina, como lo hemos hecho muchas de nosotras en estos días. Seguramente tampoco ha llorado por Vanessa, ni por Karina, ni por tantas otras… por tantas otras… María Cristina piensa que todas ellas se lo buscaron. Piensa que cada vez que nos pasa algo, ya sea en la calle -como quien dice: «¡para qué saliste sola!»- o en la casa -como quien dice: «¡tú fuiste la que se casó con él!», nos pasa porque todas nos lo buscamos. Y entonces, piensa que nos lo merecemos.

María Cristina inicia sus desafortunadas palabras ubicándose en una posición de poder, además de la del cargo político que ostenta: «yo soy mamá», declara, y con eso, recurre a una falacia argumentativa de autoridad y piensa que puede dejar por los suelos, así nomás, cualquier posibilidad de dejarse afectar por el sufrimiento de otras. «Yo soy mamá», ha dicho, y una se pregunta qué sentirán las madres de María José y Marina al leer estas palabras.

No es la primera vez que una mujer recurre a este tipo de argumentos para fijarlos como una estrategia de autoridad. Como si ser madre implicara, por naturaleza, tener la dosis perfecta de sapiencia, magnanimidad y omnipresencia, virtudes poco terrenales que hacen de la maternidad una condición celestial que no tiene nada que ver con el cuerpo, que nos hace creer que la maternidad nos permite por fin recuperar la virginidad perdida. Desde esa voz autoritaria, madre y mujer son dos identidades contrapuestas, casi como si la una negara a la otra. Así, solamente ser madres nos libra de los infiernos y por eso, decidir no tener hijos o abortar nos recuerda que estamos naturalmente condenadas.

Esa maternidad que se alza como una negación del cuerpo de una misma, se alza también como una negación del cuerpo de las otras y de los otros, y viceversa; por lo tanto, se erige como una maternidad impositiva, obstinada, que no se conmueve, que no se doblega. En otras palabras, se erige como una maternidad macha, a imagen y semejanza de las normas patriarcales. Es esa maternidad, ajena a la solidaridad y ajena a conmoverse, la que le conviene a un estado represivo y machista; es esa maternidad la que lleva a algunas mujeres que son madres a sentir lástima por aquellas que han decidido no serlo. Aunque en el fondo, guiño de ojo incluido, sabemos que lo que realmente sienten es envidia.

María Cristina ha hablado desde la maternidad concebida como sacrificio, como devoción. Y esa es una maternidad egoísta. Porque la maternidad, la otra maternidad es, ante todo, una convicción desde y del cuerpo . Cuerpo que se abre para parir otro cuerpo. Cuerpo que se inclina hacia la protección de otro cuerpo y desde el cuerpo del hijo, de la hija, se inclina hacia todos los cuerpos. Cuerpo que se siente vulnerable al abrirse y que por eso, siente la vulnerabilidad de los otros, el dolor de los otros.

Yo, que también soy madre, me estremezco al pensar que los cuerpos de Marina y María José (y los de Vanessa, y los de Karina, y los de otras), sean cuerpos que salidos del cuerpo de sus madres hayan devenido en víctimas. Me estremece la sola idea de su dolor, la sola idea del dolor de sus madres. Yo, que también soy madre, me indigno por cada vez que alguien asume que nuestro cuerpo es patrimonio de cualquier instinto descontrolado y de cualquier ley criminalizadora. Me estremece pensar que mis hijos no puedan salir a la calle porque una sociedad ha asumido la violencia como algo natural y la misoginia como una estrategia legítima de control.

Ser madre no puede ser un argumento de autoridad para decir lo que la violencia quiere que digamos. Ser madre es, ante todo, una decisión ética que invoca una responsabilidad. Lo otro es un dogma. Y de dogmas ya estamos catastróficamente invadidas. (ksm)

 

En días pasados, se podía llegar al Quito Airport Center y ver que en el fondo de la pileta que está en el primer piso del edificio centellaban cientos de monedas de distinta denominación. En un primer momento, uno podía pensar que aquella costumbre bastante supersticiosa de pedir deseos lanzando una moneda al agua, se había adueñado de un lugar muy poco convencional. Pero a medida que uno iba subiendo las escaleras eléctricas, podía percatarse de la intención detrás de tal situación: del altísimo techo del edificio, colgaba un gran cartel que exhibía la imagen de la anterior reina de Quito junto a dos niñas con síndrome de Down. Sobre la fotografía, se podía leer: «Lanza tu moneda en esta pileta y nosotros la donamos». Y luego, debajo de la imagen, con el fin de conmover a los turistas extranjeros, se podía leer una frase en inglés: «Share your wish with those who need it most» («Comparte tu deseo con aquellos que más lo necesitan»).

FOTO AIRPORT

La ecuación es infalible: reina+monedas+ternura (o lástima, elija usted)= estereotipo. ¿En qué se diferencia este acto de la práctica de ‘lanzar’ monedas en la calle al mendigo al que le falta una pierna? En nada. Solamente que aquí, la reina actúa como mediadora, poniéndole cara a un poder esencialmente mediático que necesita de una mujer, elegida sobre todo por su aspecto físico, y de personas con discapacidad, mejor aún si son niños o niñas, para explotar los sentimientos de compasión cristiana que la ciudadanía aún no sabe cómo controlar.

Pues de esto, en dosis mayores, seremos testigos el día de mañana: el Municipio, con todo y nueva reina, cantantes (los de siempre) y políticos (los de siempre), teñirá del color de la compasión el traje ya de por sí aburrido de la franciscana ciudad. Nada mejor para hacerse de amigos y acercarse a terrenos conciliadores, puesto que haciendo oposición, el alcalde Rodas se sentirá aliviado al saber que en temas de discapacidad actúa exactamente igual que aquellos a quienes critica.

El libreto es el de siempre: presentarán imágenes de niños y niñas con discapacidad de varias fundaciones que se han prestado para el momento de fama. Les pondrán música, de esa que conmueve a todo el mundo, incluso a los corazones más revolucionarios. Harán zoom a las caritas de estos niños y niñas, o de sus madres, desentendiéndose de lo que la ley estipula al respecto. Cantarán canciones que sonarán como suena el jingle quiteño de toda la vida, que si uno le cambia la letra puede funcionar o bien para promocionar la teletón o bien para un partido de fútbol. Alguien llorará, otros tantos agradecerán los sentimientos de solidaridad y el buen corazón del pueblo quiteño. Todos irán a su casa sintiéndose más cercanos al cielo.

¿De qué nos quejamos entonces? El año pasado, el Comité por los Derechos de las Personas con Discapacidad de la ONU hizo públicos sus cuestionamientos a la práctica de la Teletón, especialmente en México y en Chile, países de donde Colombia, Ecuador y otros han sacado la jugosa idea. En ese momento, el Comité expresó que la campaña de la Teletón promueve estereotipos de las personas con discapacidad, atentando contra su dignidad y exhibiéndolos no como titulares de derechos, sino como sujetos de caridad. Tales declaraciones no hicieron más que hacerse eco de un reclamo generalizado por parte de organizaciones que luchan por los derechos de las personas con discapacidad a lo largo de América Latina. Pero ante todo, el llamado de atención de la ONU nos recuerda que esta campaña incumple con los lineamientos establecidos en la Convención de Naciones Unidas por los Derechos de las Personas con Discapacidad, acuerdo del que Ecuador es país firmante desde el año 2008. En dicho documento, los países miembros se comprometieron a: «abstenerse de actos o prácticas que sean incompatibles con la Convención, y velar por que las autoridades e instituciones públicas actúen conforme a lo dispuesto en ella». En ese sentido, un acto como la Teletón atenta contra esos derechos, especialmente con el estipulado en el literal b del Artículo 8 de dicha convención, en donde se convoca a los estados parte a «luchar contra los estereotipos, los prejuicios y las prácticas nocivas respecto de las personas con discapacidad».

¿Quién vigila el cumplimiento del acuerdo en Ecuador?, ¿no debería hacerlo la Setedis o la Vicepresidencia? ¿por qué es tan fácil pasar por encima de estos derechos?, ¿cuáles son los discursos y los imaginarios que permiten que estos actos sean vistos como apropiados, ante todo en épocas cercanas a la Navidad, sin que se asuma ninguna responsabilidad frente al incumplimiento de esos derechos? Pueden justificarlo como les dé la gana. Esto es muy sencillo: el Municipio de Quito es una institución pública que, ante la mirada indiferente de un estado que también manipula la imagen de la discapacidad, viola los compromisos de la Convención de Naciones Unidas e, incluso, la misma Constitución ecuatoriana.

La investigadora y activista Jackie Gay afirma: «Las personas con discapacidad alrededor del mundo estamos comprometidas con una lucha larga y complicada en torno al modo en el que solemos ser representadas y al significado atribuido a esas representaciones, que asumen la discapacidad como estigma, como señal de un alma dañada, como seres menos que humanos, como dependientes, débiles, asexuados, desvalorados» (mi traducción). Habría que añadir: como seres ideales para los actos de caridad que la sociedad necesita llevar a cabo cada cierto tiempo, como modo de justificar los presupuestos institucionales y sus formas ingenuas de realizar lo que ellos denominan «responsabilidad social».

Mañana, mucha gente meterá su mano al bolsillo y lanzará unas monedas a las cuentas bancarias dispuestas para el show de la compasión. Mientras tanto, este debate seguirá pendiente: las supuestas políticas innovadoras sobre discapacidad promovidas por la revolución ciudadana debieron impulsarlo hace rato, pero si no ha sido asumida la necesidad de discutirlo es porque en medio de un estado de propaganda, a nadie le conviene dejar de aprovecharse de la lástima de todos y todas. Pero tarde o temprano tendrá que suceder. Hasta tanto, unos pocos, como siempre, no nos quedaremos callados, porque sabemos que los derechos no se negocian.

Por Karina Marín

En marzo de este año, luego de varios meses de búsqueda, matizada con cierto pesimismo, se abrieron para Julián las puertas de una nueva escuela. El lugar, sencillo y pequeño, dejaba notar en pisos, pupitres, patios y puertas los muchos recursos que le hacían falta. Pero la sensación de acogida hacía de cada falta un elemento secundario: habíamos conseguido un colegio para Julián y casi no nos importaba nada más.

Julián se adaptó de maravilla: uno de los promotores de este encuentro había percibido que él estaba un poco deprimido y necesitaba sentirse rodeado de niños y niñas. Y así fue: a los pocos días, Julián ya decía el nombre de sus nuevos amigos, de sus profesoras, de su nuevo colegio, y estaba feliz. Se veía que estaba feliz.

Es curioso cómo en un proceso de inclusión, que puede ser tremendamente complejo, los niños y niñas, tanto los que reciben al nuevo compañero como el que se incluye, pueden ser los que menos problemas ocasionen. He visto más de una vez cómo son los adultos involucrados los que complican las cosas. De todos modos, a sabiendas de que todo proceso no puede ser perfecto, es importante persistir.

Y nosotros persistimos. Pero pronto nos dimos cuenta que algo andaba mal. Julián estaba contento y sus compañeros lo querían. Pero Julián no tenía una relación con su profesora. La persona encargada de las adaptaciones y su acompañamiento eran quienes habían establecido una relación pedagógica con Julián, mientras la profesora observaba los toros de lejos: sus acercamientos eran esporádicos y siempre estaban mediados. Ella no sabía cómo trabajar con Julián. Poco tiempo después me di cuenta de algo más grave aún: ella no sabía cómo trabajar con ningún niño. Aunque era la profesora de los otros, los gritos y la desorganización eran sus herramientas más visibles, ante la indiferencia de sus colegas y de la misma directora. Y todo se complicó aún más cuando un día uno de los alumnos se animó a callarla frente a todo el grupo: ese alumno fue Julián, que intolerante ante sus gritos, le dijo con voz firme y clara «¡Silencio!». De repente, el niño con discapacidad fue el único capaz de enfrentarla: se había transformado en una amenaza para su extraño régimen educativo.

Frente al resto de familias, que en un par de eventos escolares nos vieron a Julián y a mí con lástima e incertidumbre, nosotros teníamos una ventaja: si la acompañante de Julián se transformó en algo así como la guardiana de Julián y de todos los niños del salón, Julián, con su discapacidad, se transformó en la piedra en el zapato de esta profesora, pues logró poner en evidencia su falta de preparación para educar a cualquier tipo de niños. Un día, tratando de simpatizar conmigo, me mostró algo que ella consideraba una «adaptación» de material para enseñarle a Julián las características del aire. Había hecho el mismo cuadro sinóptico, abstracto y vacío que uno encuentra en cualquier libro viejo, pero lo había elaborado con plastilina y lo exhibía ante mis ojos con cierto orgullo deseoso de tapar una mediocridad insalvable. Entonces le dije: «Si usted me pregunta, le tengo una noticia mala y una pésima: la mala es que esto no le sirve a Julián. La pésima es que no le sirve a ningún niño». En ese momento, casi al inicio del período que Julián estuvo en esa escuela, me di cuenta de que la búsqueda no había terminado. En un proceso de inclusión, las familias podemos lidiar con muchas cosas, pero no con el engaño y el maltrato, frente al que todo el sistema escolar parece ser indiferente. Además, ella podía ser un caso aislado pero no era la única. Tal vez era la peor, pero no era la única.

Hoy por la mañana he ido a dejar a Julián en su nuevo colegio. Por primera vez en muchos años, se ha bajado del carro junto a su hermano, y ahora comparten el mismo uniforme. Ayer por la noche traté de explicarle por qué era necesario este cambio. Su rostro reflejó confusión y, seguramente, estos días serán muy difíciles. Y sin embargo, me asombra su capacidad de entusiasmarse, su carita curiosa por el nuevo espacio, su sonrisa al repetir el nombre del nuevo colegio.

Tomás también está emocionado, pero temeroso. Hemos hablado con él: no tiene de qué preocuparse. Debe concentrarse en lo suyo y no responsabilizarse por su hermano. Todo saldrá bien, le he dicho, a pesar de la incertidumbre que me embarga. ¿Será este colegio el lugar que finalmente nos acoja a todos en eso que somos, una familia con discapacidad, y que nos dé la estabilidad que necesitamos?, ¿será este el lugar de los nuevos amigos, del aprendizaje diferenciado y respetuoso de la diversidad? Con todo mi corazón y mis fuerzas, espero que sí. Julián ya tiene diez años y no tengo ganas de seguir probando. Tomás adora su colegio y la experiencia el año pasado ha sido maravillosa. Quiero pensar que todo saldrá bien. Seguimos.

Por Karina Marín

A partir de la década de 1960, el movimiento por los derechos de las personas con discapacidad, apoyado en otras luchas sociales como el feminismo, ha desarrollado un arduo trabajo para lograr el reconocimiento de los derechos a la educación y al trabajo, al acceso a los servicios públicos y a una participación política activa e igualitaria, entre otros. Gracias a ese impulso, la mayoría de leyes sobre discapacidad vigentes en varios países del mundo se rigen por lo que hoy en día se conoce como ‘modelo social de la discapacidad’. Dicho concepto, que surge también como resistencia al modelo médico y asistencialista predominante a lo largo del siglo XX, es la base de la Convención de Naciones Unidas por los Derechos de las Personas con Discapacidad, documento creado en el año 2006, al que Ecuador adhirió en el año 2007.

La Convención resulta ser, entonces, uno de los triunfos de las luchas que se originaron décadas atrás, especialmente en Estados Unidos y Europa. Sin embargo, una de las mayores preocupaciones de los activistas que encabezan la exigibilidad del cumplimiento de esos y otros derechos, es que más allá del aspecto jurídico y de ciertas políticas de accesibilidad, las sociedades contemporáneas continúan perpetuando un imaginario en torno a la discapacidad que redunda en nociones de enfermedad, caridad y anormalidad. Para importantes teóricos en torno al tema de la discapacidad como Michael Oliver, las representaciones culturales de la discapacidad logran tanto reflejar como construir los modos de ver y pensar la discapacidad. Esas concepciones, dañinas y negativas, afectan principalmente la relación cotidiana entre personas con discapacidad e individuos sin discapacidad, justificando actitudes discriminatorias y opresivas, muchas de las cuales surgen incluso en el ámbito familiar. Pensemos por un momento qué decisiones toman sobre la vida de su hijo con discapacidad unos padres cuyo entendimiento de la discapacidad está alimentado por imágenes de enfermedad y lástima. Seguramente, no exigirán el cumplimiento de sus derechos, sino que buscarán espacios de rehabilitación y sanación, postergando o negando el derecho de su hijo a tejer redes sociales y a estar incluido.

Afirmar que la Iglesia Católica ha ayudado a construir ese tipo de imaginarios a lo largo de varios siglos no implica una acusación, sino un llamado a la reflexión, tanto a los creyentes como a los mismos miembros. Desde las imágenes de Cristo devolviendo la vista a los ciegos o de los mendigos tullidos pidiendo limosna en las plazas públicas a las afueras de las iglesias, el sentimentalismo que se desprende de la caridad cristiana ha llegado a constituir lo que se conoce como un ‘régimen dominante de representación’*. Basta con hacer una búsqueda de imágenes en Google con las palabras ‘Papa Francisco discapacidad’, para entender que ese régimen dominante se perpetúa, reproduciendo imágenes sentimentales del milagro de la curación que algún día llegará o del alma que sólo la muerte  ayudará a librar de ese cuerpo y la pesada carga de su discapacidad. ¿Qué derechos puede exigir, entonces, el individuo cuyo cuerpo, en lugar de ser reconocido en su diversidad, se estigmatiza?

Las imágenes también discapacitan. Esas imágenes discapacitantes deshumanizan a los individuos con discapacidad. ¿Qué imágenes de la discapacidad veremos durante la visita de Bergoglio a Ecuador? Si el uso oficial de la imagen de la discapacidad por parte de la ‘revolución ciudadana’ ha implicado un montaje propagandístico tremendamente cínico, ¿qué nos espera? Un padre de familia se comunicó conmigo en estos días. Me comentó que recibió una llamada telefónica del consultorio de uno de los médicos que atienden a su pequeño hijo, quien tiene síndrome de Down, ofreciéndoles la posibilidad de tener un lugar preferencial en los eventos papales de la próxima semana. Le afirmaron que los niños con síndrome de Down «son los preferidos del Papa» y que incluso habría la posibilidad de que el sumo pontífice pudiera «toparlos». ¿Quién promueve este tipo de convocatorias?

Las familias, claro, tienen derecho a practicar una fe y a promover esa religiosidad en sus hijos e hijas, con o sin discapacidad. Pero no pueden instrumentalizar la imagen de sus hijos e hijas con discapacidad, porque tanto la Constitución como el Código de la Niñez y Adolescencia prohíben un uso indiscriminado de la imagen de niños y niñas, sin excepción. Y la Convención de Naciones Unidas, en el artículo 8, también llama la atención al respecto.

Si Bergoglio ha querido mostrar una cara renovada de la Iglesia, la promoción de ese tipo de imágenes debe ser abolida. Pero es difícil imaginar que una visita religiosa que está de por sí definida como un espectáculo -con venta de souvenirs, grandes tarimas, escenografías vistosas y show mediático de por medio- pretenda dejar de lado estos modos de representación a los que muchos aún dan validez. Ante tanto poder y tanta manipulación, nos queda, como siempre, la resistencia.

* El concepto ‘Régimen dominante de representación’ fue desarrollado por Stuart Hall en su análisis sobre las representaciones racializadas en la cultura occidental.

Por Karina Marín

Fútbol

El presidente Correa usa el término «discapacitado» para burlarse de un equipo de fútbol. Durante el Enlace Ciudadano No. 428, transmitido desde Milán, el señor Correa identifica algunas características de un colectivo social y las usa para la mofa, para el insulto.

Para Correa, que ha dicho más de una vez que él ya dejó de ser él para transformarse en el pueblo; para él, en cuya figura erguida y corajuda se encuentran entreverados todos los poderes del Estado, la discapacidad es una condición tan reducida, tan ridícula, tan manipulable, que puede ser usada a capricho ya sea para ganar votos como para la descalificación de los rivales deportivos. Para él y para toda la gente que rió de su chiste tanto en el auditorio como frente al televisor -vasallaje entrenado para hacerse eco de un sentido del humor ramplón- la palabra violenta salida de su boca para discriminar no pasará de ser una broma. Será disculpada porque en el fútbol todo se vale. Todos los estereotipos asociados a determinados individuos, ya sea por su raza, su diversidad sexo-genérica o su diversidad funcional son armas idóneas para quien se sienta cómodamente en la silla del poder y quiere simplificar y vulnerar a cualquier rival en el campo de juego. Pero además, Correa será disculpado porque la ciudadanía se tragó el cuento de que ningún otro gobierno ha hecho más por los discapacitados que éste, el gobierno de la revolución ciudadana.

Correa ríe y sus acólitos ríen al compás de su palabra violenta. ¿Festeja esa risa Lenin Moreno, él, que tanto promovió el buen humor como estrategia para gobernar, como impulso para bien-vivir?

Un ‘símbolo de la revolución’

Casi al mismo tiempo, en su nuevo cargo como enviado especial de la ONU para asuntos de accesibilidad, el ex-vicepresidente declaraba el pasado domingo a la agencia de noticias Andes que los programas implementados por este gobierno para la atención de las personas en situación de discapacidad son «un símbolo de esta revolución». Lo hacía en el marco de las Octavas Conferencias de los Estados Parte de la Convención por los Derechos de las Personas con Discapacidad, en Nueva York. Sus declaraciones fueron publicadas un día después de que el presidente hiciera alarde de su retorcido sentido del humor. Ante tanta vanidad, uno se pregunta, ¿qué sabe Correa sobre la discapacidad?, ¿qué sabe de las condiciones actuales de esta población que no sea el cuento de hadas que sus asesores le soplan al oído? ¿Tiene idea del monstruo burocrático, violento y atentatorio de los derechos humanos que ha construido y cuyos hilos, antes la Conadis y hoy el Ministerio de Salud Pública y la Setedis, manejan a su antojo y a espaldas el uno del otro?

Su sentido del humor parece responder que sí. Aprovechándose de la imagen sensiblera y patológica que por siglos ha pesado sobre los cuerpos y las vidas de las personas con discapacidad, su gobierno ha implementado una política asistencialista tan aparatosa, que ni los opositores se han atrevido a cuestionarle e incluso han aplaudido de pie, haciendo de este «símbolo de la revolución» un patrimonio nacional incuestionable, un lugar -el único lugar- en el que los enemigos pueden abrazarse juntando, al unísono, sus corazones ardientes y sus espíritus cristianos. Cuando en el mundo entero la discapacidad ya se piensa como un complejo constructo social en el que intervienen tanto las circunstancias biológicas de un grupo de personas como el contexto cultural y económico en el que esos individuos están inmersos, en Ecuador subsiste la mirada médica y caritativa de la discapacidad, perversamente reflejada en un carné que mide y califica porcentualmente a seres humanos, práctica ya abolida en muchos países desde hace años. Se trata, en pocas palabras, de la perpetuación de las imágenes de lástima y enfermedad como política de Estado.

Por eso, porque desde el poder la discapacidad es una realidad útil para la manipulación, usarla para burlarse del adversario, en cualquier terreno de juego, no es sino una actitud consecuente: el golpe de gracia del chiste presidencial recae en un grupo de personas a las que desvaloriza, porque el Estado, en tanto proyecto unificador, no permite que individuos a los que usa según su conveniencia formen parte de esa homogenización. El lugar reservado para ellos es ese al que todos regresan a ver cada navidad, cada día del niño o cada vez que sus conciencias les pesan, según el interés personal o institucional. Ese es el lugar discriminador al que llamamos caridad, al que conocemos como asistencialismo. Ya veremos cómo recurren a ese lugar marginal cuando Bergoglio aterrice en Ecuador.

Correa puede reír. Lenin Moreno puede reír. Los sumisos pueden reír. Pero cuando todo esto termine, veremos bajo sus escombros los cuerpos de miles de individuos con discapacidad que han sido usados por un aparato propagandístico que ha aplastado la dignidad de muchas familias, un espectáculo enceguecedor que por años ha servido para mentir, porque este no es un país que viva la inclusión. Mientras tanto, seguiremos saliendo a la calle, porque la burla no nos disminuye; porque estamos cansados de una exposición mediática tan cínica. Porque el pez, lo sabemos, muere por la boca.